Cómo responde el cerebro al acoso escolar: lo que dice la ciencia

  • El acoso activa de inmediato redes socioemocionales y de amenaza, con mayor intensidad en quienes han sido víctimas previas.
  • El estrés crónico altera hormonas, circuitos de recompensa e inmunidad, elevando riesgos de ansiedad, depresión y problemas físicos.
  • La neuroimagen muestra cambios en ganglios basales, amígdala, prefrontal y materia blanca; grandes estudios europeos confirman un impacto amplio.
  • La prevención y la intervención temprana en familia y escuela, con apoyo terapéutico, reducen secuelas y favorecen la resiliencia.

Respuesta cerebral ante el acoso escolar

Cuando alguien presencia o sufre acoso escolar, el cerebro no se queda de brazos cruzados: activa en milésimas de segundo sus redes sociales y emocionales, junto a los sistemas de defensa frente a amenazas. Esa puesta en marcha precipita un estado de alarma con fuerte carga de angustia que puede sentirse en el cuerpo y medirse en el laboratorio. Distintos trabajos científicos recientes, con especial protagonismo de equipos finlandeses y europeos, han permitido trazar con bastante detalle qué engranajes se mueven y cómo este estrés continuado puede acabar pasando factura a la salud mental y física.

No hablamos de una anécdota aislada. El acoso escolar es frecuente y, cuando se prolonga, puede encajar en lo que la investigación internacional denomina experiencias adversas en la infancia. Estas vivencias, que incluyen maltrato físico o emocional y negligencia, se asocian a consecuencias a largo plazo tan serias como trastornos del ánimo, adicciones y enfermedades crónicas. A grandes rasgos, lo que sucede a edades tempranas deja huella en el organismo; en el caso del bullying, esa huella también se observa en circuitos cerebrales concretos.

Qué ocurre en el cerebro ante escenas de acoso

Un equipo de la Universidad de Turku en Finlandia, conocido también por su denominación local Turun yliopisto, publicó en la revista JNeurosci una investigación reveladora. Preadolescentes de 11 a 14 años y adultos observaron vídeos en primera persona con episodios de hostigamiento frente a escenas sociales neutras o positivas. En todos los grupos, la exposición a bullying disparó redes socioemocionales y de respuesta a la amenaza, generando un estado de alarma inmediato. Esta reactividad aparece como un patrón robusto que cruza edades y contextos.

Para confirmar que no era solo una respuesta cerebral abstracta, en un segundo experimento con adultos se midieron marcadores fisiológicos de atención y emoción. El seguimiento ocular y la dilatación pupilar revelaron un patrón claro: los ojos se fijan y las pupilas se expanden más intensamente ante el acoso que ante interacciones cotidianas. Estas métricas, altamente sensibles, avalan que el cerebro y el cuerpo quedan en modo vigilancia al detectar injusticia y hostilidad social.

Un dato especialmente inquietante fue que quienes habían padecido acoso en la vida real mostraron reacciones más potentes. La experiencia previa parece afinar el sistema de detección del peligro interpersonal, de manera que el organismo responde con mayor intensidad. Según interpretaciones de los autores, este aprendizaje doloroso puede facilitar un bucle de hipervigilancia difícil de apagar.

La idea no es baladí. El investigador Lauri Nummenmaa ha subrayado en relación con estos hallazgos que sostener durante mucho tiempo este modo de alerta no es inocuo: la activación autónoma mantenida puede ser perjudicial para la salud mental y somática. Es decir, la alarma es necesaria para protegernos, pero el exceso de alarma quema recursos y deteriora distintos sistemas del organismo.

Del laboratorio a la sociedad: contexto y alcance

A finales de septiembre, medios generalistas difundieron desde Madrid una nota sobre estos avances, con mención a la colaboración bajo el paraguas de Turun yliopisto y la Universidad de Turku. La pieza periodística, compartida bajo una licencia Creative Commons, subrayaba el valor de medir en tiempo real lo que ocurre en cerebros jóvenes y adultos al enfrentar escenas de maltrato entre iguales.

El trabajo no se quedó en una simple descripción: conectó la actividad neuronal con respuestas de atención y emoción, reforzando la idea de que las víctimas previas presentan una sensibilidad mayor. Esta convergencia entre medidas cerebrales y fisiológicas ofrece evidencia sólida de que el acoso escolar activa rutas de angustia que pueden instaurarse con rapidez.

El acoso como experiencia adversa en la infancia

En investigación internacional se agrupan bajo el concepto de experiencias adversas en la infancia aquellos eventos prolongados que comprometen la seguridad y el cuidado: abusos, negligencia o violencia. El acoso escolar, cuando persiste, entra de lleno en esta categoría. Un estudio pionero publicado en 1998 ya demostró que acumular estas experiencias se relaciona con mayor riesgo de trastornos mentales, adicciones y patologías crónicas como obesidad o problemas cardiovasculares en la vida adulta.

Lejos de ser un fenómeno raro, en Estados Unidos se estima que entre el 15 y el 22 por ciento de estudiantes de 12 a 18 años sufre alguna modalidad de acoso. Este porcentaje evidencia que el problema es lo bastante frecuente y serio como para justificar programas de prevención específicos y acciones coordinadas en centros educativos.

Qué revelan las imágenes del cerebro en adolescentes

En Europa, el consorcio IMAGEN, dedicado a estudiar el desarrollo cerebral adolescente, analizó los efectos del acoso sostenido en jóvenes que ya habían alcanzado la adultez. Aproximadamente el 30 por ciento de los participantes informó victimización crónica, y estos mostraron mayores niveles de ansiedad que quienes no habían sido acosados. La resonancia magnética funcional permitió observar diferencias en estructuras subcorticales precisas.

Concretamente, se identificaron cambios en el putamen y el núcleo caudado, ambos parte de los ganglios basales, implicados en la organización de la conducta, la emoción y el movimiento. Estas regiones han sido vinculadas con la ansiedad, y su alteración sugiere por qué algunas víctimas desarrollan hiperreactividad emocional o dificultades para regular conductas. Además, se han encontrado modificaciones en la materia blanca, las fibras que conectan áreas cerebrales, asociadas a mayor vulnerabilidad a la depresión.

La fotografía no se limita a subcorticales. Estudios recientes señalan repercusiones en la amígdala, pieza clave en la detección del miedo, y en la corteza prefrontal, eje del control ejecutivo y la toma de decisiones. La interacción entre ambas es esencial para poner freno a impulsos y gestionar emociones. Cuando el acoso perturba ese diálogo, a las víctimas se les hace más difícil comprender lo que sienten y ajustar su respuesta.

Estrés crónico, cortisol y sistemas de recompensa

Otro frente de investigación, combinando modelos animales y humanos, apunta a que el acoso sostenido dispara la liberación de hormonas del estrés, especialmente cortisol. Este torrente influye en circuitos de recompensa, es decir, en los sistemas que nos hacen sentir bienestar y motivación. Con el tiempo, este desequilibrio puede favorecer una preferencia por recompensas inmediatas como estrategia para paliar el malestar.

Ese desplazamiento hacia la gratificación rápida no es trivial: incrementa el riesgo de recurrir a sustancias para conseguir alivio fugaz. El vínculo entre estrés crónico, dopamina y circuitos de recompensa ayuda a entender por qué una parte de quienes han sufrido acoso se ve impulsada a buscar salidas que, a la larga, agravan el problema. Identificar a tiempo este patrón es clave para intervenir con eficacia.

Cuando el estrés toca el sistema inmunitario

El impacto del acoso no se queda en la cabeza. Las hormonas del estrés actúan sobre el sistema inmune, elevando procesos inflamatorios que se vinculan con ansiedad y depresión, pero también con condiciones físicas como hipertensión y obesidad. Esta doble vertiente, psicológica y somática, muestra que el acoso mantenido puede sembrar problemas que persisten más allá de la adolescencia si no se aborda adecuadamente.

La buena noticia es que el cerebro es plástico. Incluso tras experiencias de acoso, no está escrito que el futuro sea inexorablemente peor. Con apoyo profesional y social, es posible reconducir trayectorias, reforzar estrategias de regulación emocional y retomar hábitos de vida que favorezcan la recuperación y la resiliencia.

El mayor escaneo paneuropeo: 2.049 víctimas y 49 regiones afectadas

Una de las investigaciones más amplias publicadas como preprint en bioRxiv examinó a 2.049 jóvenes víctimas de acoso escolar. El análisis sugiere que el bullying puede influir de manera extensiva en el desarrollo del cerebro, afectando al menos 49 regiones asociadas a memoria, aprendizaje y funciones motoras. No es poca cosa: hablamos de un impacto amplio y medible a lo largo de áreas clave.

El equipo liderado por Michael Connaughton en el Trinity College, integrado en el grupo PRADO, combinó cuestionarios de cinco ítems con resonancias magnéticas realizadas a los 14, 19 y 22 años en cuatro países europeos: Alemania, Irlanda, Reino Unido y Francia. Este seguimiento temporal permite explorar cómo el acoso se relaciona con trayectorias de maduración cerebral, y no solo con una foto fija.

Emergieron además diferencias por sexo. En mujeres, se observó mayor activación en el núcleo accumbens izquierdo, relacionado con recompensa y motivación, y en la amígdala derecha, asociada al procesamiento de amenazas. Una posible explicación es que ellas sufren con más frecuencia agresiones relacionales, como la exclusión o el ostracismo, cuyos efectos se reflejarían en circuitos emocionales y motivacionales.

En varones, en cambio, destacaron respuestas en regiones motoras y sensoriales, como el giro precentral derecho, lo que encajaría con patrones de acoso con mayor componente físico. Este sesgo no implica ausencia de impacto emocional en chicos, sino una expresión neurofuncional distinta coherente con el tipo de agresión predominante en cada grupo.

Adolescencia: poda sináptica, sensibilidad emocional y sustancia gris

La adolescencia es un periodo de remodelado masivo del cerebro, con una poda sináptica que ajusta el número de neuronas y conexiones. Este proceso, comparable a limpiar y recortar un jardín, conlleva una sensibilidad especial a las emociones intensas, tanto negativas (miedo, ansiedad, vergüenza) como positivas (alegría, afecto). En paralelo, los referentes cambian: la influencia del grupo de pares pesa más que la de la familia.

En ese contexto, la victimización por acoso se ha asociado con una disminución del volumen total de materia gris en ambos sexos, lo que sugiere un efecto general en el desarrollo bajo estrés crónico. No solo eso: la respuesta al estrés activa el sistema límbico; esa hiperactivación puede llevar a que ciertas regiones muestren un aumento aparente de su respuesta en el intento del cerebro por compensar y recuperar el equilibrio.

Cautelas: correlación, causalidad y estudios complementarios

Los especialistas enfatizan que, aunque la muestra paneuropea es amplia, se trata de estudios con naturaleza correlacional. No se puede asegurar al cien por cien que el acoso sea la causa directa de cada cambio observado, pues podrían existir características previas en los adolescentes más susceptibles. La prudencia metodológica es una garantía de rigor para orientar investigaciones futuras y evitar conclusiones precipitadas.

En la misma línea, aportes previos y paralelos refuerzan el mapa general sin cerrar el debate. En 2018, un equipo del King’s College London identificó diferencias estructurales en cerebros de adolescentes que sufrían acoso de manera habitual, con una muestra de 682 jóvenes. Más recientemente, un grupo de la Universidad de Tokio comunicó cambios químicos ligados a síntomas psicóticos en cerebros de víctimas de acoso. Las piezas encajan con la idea central: el bullying deja marcas detectables con neuroimagen y métodos bioquímicos.

El acoso es un fenómeno social, no una patología

El acoso brota y se sostiene en redes de relaciones. No es una enfermedad en sí misma, sino una conducta moralmente reprobable que puede causar un daño enorme. Especialistas en psicología del desarrollo recuerdan que la clave está en intervenir pronto y en varios niveles: familia, aula y comunidad. Una comunicación fluida entre madres, padres o tutores y el alumnado es crucial para detectar señales y actuar de forma temprana.

En España, informes recientes apuntan a que alrededor del 35 por ciento del alumnado de ESO y Bachillerato ha sufrido comportamientos agresivos por parte de compañeros. Mirar hacia otro lado no ayuda. Hace falta un trabajo constante, centro por centro, para comprender por qué surgen estas dinámicas y desmontarlas de raíz. La transparencia en la gestión escolar, con intervención clara cuando se detecta abuso, reduce el riesgo de que queden víctimas ocultas.

Las intervenciones psicológicas con respaldo empírico, como la terapia cognitivo-conductual, pueden ayudar a las víctimas a desarrollar una mentalidad más resistente, a reconocer pensamientos automáticos y a entrenar habilidades de regulación emocional. También conviene trabajar con el grupo de iguales para modificar normas y no dejar espacio a la complicidad silenciosa.

Mirada práctica para familias y centros

Trasladar la ciencia a la vida cotidiana implica fijarse en señales de alarma: que un estudiante evite ir a clase, muestre cambios bruscos de humor, se aísle o presente molestias físicas recurrentes. Ante sospecha, conviene abrir canales de comunicación seguros y coordinados entre familia y centro, evitando culpabilizar a la víctima y poniendo el foco en proteger y reparar. La escuela debe activar protocolos, registrar incidentes y dar seguimiento.

El acompañamiento profesional resulta esencial cuando aparecen ansiedad, síntomas depresivos o consumo incipiente de alcohol u otras sustancias. El entrenamiento en habilidades sociales, la exposición gradual a situaciones temidas, la psicoeducación sobre estrés y sueño, y el fortalecimiento de redes de apoyo son pilares con evidencia de eficacia. No es moco de pavo, pero con un plan bien armado se ven mejoras.

Conviene recordar, además, que los agresores también necesitan intervención educativa para cortar ciclos de violencia y desarrollar empatía y autocontrol. Programas que trabajan con el grupo clase, cambian normas y promueven el apoyo entre iguales muestran resultados prometedores cuando se aplican de forma sostenida y con evaluación.

Todo este cuerpo de evidencia se ha difundido con vocación pública; parte del material periodístico que lo acerca a la ciudadanía se comparte bajo licencias abiertas, lo que facilita que familias, docentes y profesionales sanitarios accedan a información contrastada y actúen de manera informada.

A estas alturas, el mensaje es claro: el cerebro responde de forma poderosa al acoso, y si esa respuesta se mantiene en el tiempo termina afectando a la salud y al desarrollo. Los datos de neuroimagen y fisiología, junto a los índices de prevalencia y los hallazgos en hormonas del estrés e inmunidad, dibujan un mapa coherente. Con intervención temprana, apoyo terapéutico y una comunidad educativa comprometida, hay margen de sobra para romper el ciclo y favorecer trayectorias sanas.

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